Carl Trueman | 01 de mayo de 2020
Los esfuerzos por combatir el virus son importantes, pero también lo es la labor de la Iglesia de prepararnos para la muerte.
La semana pasada, la diputada del estado de Pennsylvania Stephanie Borowicz propuso una resolución que pedía un día de oración y ayuno a raíz del coronavirus. Las reacciones críticas fueron las esperadas, malinterpretando la visión cristiana de la oración. Los cristianos no ven la oración como una alternativa a actuar prudentemente, de manera que rezar para no enfermar de sarampión, por ejemplo, no significa que uno no tenga que vacunarse. Es más bien un reconocimiento de que nada ocurre en la Creación que sea independiente de la realidad trascendente de Dios.
En algún momento, sin embargo, la crisis de la COVID-19 habrá terminado, y la pregunta para los cristianos será simple: «¿Qué debemos aprender de esto?». Y una cosa parece obvia: los niveles de pánico general indican que pocos de nosotros hemos sido preparados adecuadamente para la realidad de nuestra propia mortalidad. Como un amigo me señaló recientemente, cuando Jesús se refiere a la torre de Siloé y al asesinato de judíos por Pilato (Lucas, 13), excluye una conexión simplista entre la muerte y un mal personal particular. Sin embargo, también afirma que tales muertes deberían servirnos como un recordatorio de que todos estamos destinados a la tumba. Y en consecuencia, al juicio.
La cultura occidental moderna ha tratado de domesticar y marginar a la muerte, tanto domesticándola a través de representaciones ficticias en películas y programas de televisión, como manteniendo lo real fuera de nuestra vista. Pero como en el caso de ese otro objetivo de la moderna cultura de la trivialización, el sexo, hemos sido asaltados por la realidad. Las sociedades antiguas rodeaban el sexo y la muerte con ceremonias sagradas, y por una buena razón: no pueden ser trivializados, domesticados o marginados impunemente. Son sencillamente demasiado significativos e influyentes. Y así, del mismo modo que el #MeToo ha llevado a la élite de Hollywood a darse cuenta de que su evangelio del sexo recreativo era una mentira, así la realidad del coronavirus ha hecho implausible aquel reconfortante pensamiento de Cicerón de que ningún hombre es tan viejo que no piense que vivirá un año más. Esto debería recordarle a la iglesia sus prioridades: algunas tareas no parecen tan urgentes cuando tu problema inmediato es la muerte.
Es evidente que nos hemos acostumbrado a vidas extraordinariamente cómodas. ¿De qué otra forma explicamos las peleas en los supermercados por el papel higiénico? No se equivoquen, considero que el papel higiénico es un invento maravilloso, pero no es uno de los elementos esenciales de la vida. Y a menudo me he preguntado sobre el significado de «salvar vidas». «Retrasar muertes», aunque no tan motivador, es técnicamente más exacto. Nacimos para morir. La muerte es inevitable, que es por lo que todos la encontramos tan aterradora.
En esta situación, es tarea de la Iglesia confrontar a la gente con la realidad antes de que la realidad misma se les presente de improviso. Los esfuerzos por combatir el virus son importantes; pero también lo es la labor de la Iglesia de prepararnos para la muerte.
[…]Como Philip Rieff comentó una vez, en tiempos pasados la gente no iba a la iglesia para ser feliz; iban para que les explicaran su miseria. La gente quería saber cómo enfrentarse a la realidad, no distracciones para sentirse bien consigo mismos. Nuestras vidas pueden ser, por término medio, más cómodas que las de nuestros antepasados, pero este es un estado de las cosas temporal y nuestro fin será exactamente el mismo que el de ellos. Así que, por pesimista que parezca, la tarea de la Iglesia es luchar no tanto contra las plagas físicas, que vienen y van, sino más bien contra lo que Leszek Kolakowski denominó la era de los analgésicos.
Claro que la Iglesia ayuda a la gente a vivir, pero a vivir a la sombra de la mortalidad. Debe poner este reino terrenal en el contexto más amplio de la eternidad. Debe preparar a la gente a través de su predicación, su liturgia, su oración y sus sacramentos para que se den cuenta de que la muerte es, sí, una realidad terrible y aterradora a la que todos nos enfrentaremos algún día, pero que el sufrimiento de este mundo, o también esta prosperidad superficial pasajera que muchos de nosotros disfrutamos, no es más que algo efímero, ligero y pasajero, en comparación con el peso eterno de la gloria que está por venir.
Los contrastes entre la vida y la muerte, muy presentes en nuestras novedades de esta semana. Narrativa con Bernardo Atxaga, Jérôme Ferrari y Stefan Zweig.
La soledad del papa Francisco ante una plaza de San Pedro desierta y lluviosa refuerza su mensaje: abrazar la esperanza y reconocer nuestra fragilidad.